Interconexión eléctrica Francia-Bizkaia: más cableo para el cabreo
Un modelo energético que no cambia de rumbo: centralización, grandes infraestructuras, electricidad a largas distancias y escaso incentivo a la generación local o comunitaria: el nuevo vasallaje de los territorios por vaciar.
-
★★★★★ 5,00 / 5
Lo que se presenta como una infraestructura imprescindible, moderna y sostenible esconde, en realidad, una nueva ofensiva en el proceso de concentración energética y desconexión territorial. El proyecto de interconexión eléctrica entre Bizkaia y Francia, más allá de los 13 kilómetros soterrados que Red Eléctrica (REE) promociona a bombo y platillo, incluye más de 27 kilómetros adicionales de líneas aéreas en el largo del cúpreo macrocilindro que se abrirá paso a través de montes, parajes rurales y zonas poco urbanizadas. Justo donde es más fácil imponer sin preguntar. Donde nadie lo ve, pese a que nuestros ojos ya parecen haber asimilado la multitud de líneas que perturban el espacio de visión.
Los comunicados oficiales aseguran que el impacto será mínimo, pero lo cierto es que las comunidades locales que se verán afectadas ya denuncian falta de transparencia, riesgos para la salud —por la exposición a campos electromagnéticos continuos— y un daño irreversible al medio natural. Hablamos de bosques milenarios convertidos en pistas forestales, a su vez transmutadas en corredores eléctricos, de especies silvestres desplazadas y de una gestión que, en la práctica, está más cerca de una expropiación encubierta que de una transición ecológica.
Transición hacia el viejo modelo centralizado
Más allá del impacto ambiental y social directo, el trasfondo del proyecto evidencia un modelo energético que no cambia de rumbo: centralización, grandes infraestructuras, electricidad a largas distancias y escaso incentivo a la generación local o comunitaria. Pese a los avances técnicos y el potencial real del autoconsumo, la red sigue diseñándose como si estuviéramos en el siglo pasado: unos pocos generan, muchos pagan.
Y lo más preocupante: esta interconexión servirá sobre todo para importar y exportar grandes bloques de electricidad, en su mayoría no renovable (como la de origen nuclear francés, a la que blanqueará), sin que eso se traduzca en mayor seguridad energética o precios más bajos para los consumidores. Las interconexiones anteriores no lo hicieron, como ha quedado patente recientemente con el 0 energético. De hecho, los costes del sistema siguen aumentando, y el pequeño productor, en lugar de ser impulsado, se enfrenta ahora a nuevos peajes y trabas burocráticas que lo marginan del juego.
El pretexto de la “seguridad de suministro” tampoco se sostiene: los apagones y caídas de red -España, sur de Francia, Portugal- no se solucionan con más cables, sino con redes más descentralizadas, robustas y participativas. Pero eso exige cambiar el enfoque: menos megaproyectos, más inversión en nodos locales, almacenamiento distribuido y autonomía energética real para pueblos, barrios y viviendas aisladas.
En vez de apostar por una red eléctrica al servicio de la ciudadanía y el territorio, se construye un muro invisible que nos mantiene enganchados a un sistema opaco, alejado de nuestras decisiones y atando nuestras necesidades. Porque si hay algo que esta interconexión refuerza, no es nuestra soberanía energética, sino nuestra dependencia crónica de infraestructuras que no controlamos ni decidimos.
Y con cada torre que se planta, con cada metro de línea tendida, se vacía cada vez más la naturaleza y empuja hacia la estupidez artificial.