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La indefensión de los canijos fotovoltaicos.

11-7-12. Juan Castro Gil-Amigo
miércoles, 11 julio 2012.
Juan Castro Gil-Amigo
La indefensión de los canijos fotovoltaicos.
Dentro de las de decenas sentencias desestimatorias frente a la reclamación de la nulidad del Real Decreto 1565/2010, se analiza aquí la sentencia de 12 de abril de 2012 que no entiende ni de seguridad jurídica ni de confianza legítima.

Desde un punto de vista estrictamente jurídico intento abordar la fundamentación de la sentencia de referencia, que derriba, a mi humilde entender, buena parte de los cimientos del Estado de Derecho en el que, hasta hace bien poco, creíamos que vivíamos.

El más Alto Tribunal viene a fallar en contra de un grupo de ciudadanos que, ejerciendo su legítimo derecho constitucional, solicitaba la nulidad de determinados apartados del Real Decreto 1565/2010, de 19 de noviembre, por el que se modificaban determinados aspectos relativos a la actividad de producción de energía eléctrica en régimen especial.

Por ser lo más sistemático que sea capaz, la Sala Tercera del Tribunal Supremo hace decaer las peticiones recurrentes por los siguientes motivos que paso a analizar:

1.º No existe retroactividad en sentido jurídico por que el daño producido no ha llegado a tener efectividad jurídica y ha sido eliminada del ordenamiento jurídico de modo sobrevenido por el titular de la potestad legislativa.

    Sobre este particular, viene a advertir el Tribunal Supremo que no se puede considerar que haya existido daño efectivo con la entrada en vigor del Real Decreto 1565/2010, toda vez que la virtualidad del mismo no habrá de tomarse en consideración hasta transcurridos treinta años desde la puesta en marcha de una instalación fotovoltaica. Asimismo, recuerda que fueron dos normas posteriores que, en sus propias palabras el juego conjunto del Real Decreto 1565/2010 y de las modificaciones ulteriores, antes referidas, (...) previstas para un futuro lejano, (...), no ha llegado a tener efectividad jurídica.

    Este argumento, le basta para entender que una medida normativa como la impugnada cuya eficacia se proyecta no «hacia atrás» en el tiempo sino «hacia adelante», a partir de su aprobación, no entra en el ámbito de la retroactividad prohibida. La proyección hacia el futuro es particularmente destacable en este caso con solo advertir que lo efectos reales de la medida se producirán dentro de treinta años, momento hasta el cual se mantiene para los titulares de las instalaciones fotovoltaicas la tarifa regulada según los términos originarios. Calificar de retroactivo en el tiempo algo que, aprobado hoy, no tendrá eficacia hasta dentro de treinta años, es un ejemplo de uso inadecuado de aquel adjetivo».

    Éste, consideramos, es el primero (de varios) errores que comete la Sala. A ningún observador suficientemente informado del iter legislativo de las normas referenciadas se le puede escapar que, la concreción realizada por el RD 1565/2010 a veinticinco años sobre la aplicación de la tarifa retributiva a las instalaciones fotovoltaicas, aprobada el 19 de noviembre de 2010, no buscaba el interés que repetidamente señala la sentencia que hoy se comenta. Escasa virtualidad habría de tener para mejorar el déficit de tarifa o la situación de crisis nacional, una limitación que habría de producirse dentro de cinco lustros. Cuando cobró sentido esa norma fue tan solo cuarenta días después, el 24 de diciembre del mismo año, donde el propio legislador limitó el régimen tarifario a un número de horas extraordinariamente restrictivo durante los ejercicios 2011, 2012 y 2013, y al efecto de que los perjudicados no pudiesen alegar un daño efectivo en sus inversiones supuestamente seguras, moduló dicho quebranto con una prolongación de la vida retribuida de las instalaciones hasta los veintiocho años, primero, y hasta los treinta (a instancias de la presión social), después.

    Esta realidad no es una mera afirmación gratuita, sino que es una afirmación del propio ministro Miguel Sebastián Gastón, en sede parlamentaria. Por tanto, reiteramos lo equivocado de expresar que, como dice la Sala Tercera que la modificación impuesta por el RD 1565/2010 no tiene efectividad inmediata, pues sin él no habría tenido cabida la norma efectivamente retroactiva, el RDL 14/2010.

    Doctrinalmente son aceptadas las diferencias conceptuales en el término «retroactividad», atemperándose con diferentes grados conocidos, que no analizaré en estos comentarios. Lo que no puede existir duda es que los límites entre ellos son en muchas ocasiones claramente difusos. Desde luego, a nuestro entender, el darle la calificación de «propia» o de «grado máximo» únicamente a las normas que retrotraen sus efectos a actuaciones ex ante, olvidándose de los daños que las dudosas nuevas regulaciones pueden producir de forma inmediata (no nos olvidemos que la norma originaria es del año 2007 y que la retroacción de su aplicación se formula solo tres años después), entendemos que habrá de ser abiertamente abusivo y contra Derecho. Por ello, y como conclusión, yerra la Sala cuando dice: «Calificar de retroactivo en el tiempo algo que, aprobado hoy, no tendrá eficacia hasta dentro de treinta años es un ejemplo inadecuado de aquel adjetivo». El daño no se producirá dentro de treinta años, se está produciendo ya.
   

2.º En cuanto a la no consideración de entenderse vulnerados los principios constitucionales de confianza legítima y seguridad jurídica.

    Argumenta el Supremo en su resolución que no podemos olvidar que la introducción de la tarifa regulada se introduce como mecanismo incentivador de las inversiones, que existieron un conjunto de medidas para facilitar el marco regulatorio prorrenovable, que prácticamente se eliminó el riesgo empresarial a estas instalaciones, que se han producido ajustes en el resto de operadores del sector, que la actual crisis económica es la que permite entender cambios en el sistema regulado o que, en cualquier caso, un operador de mercado diligente no debería haber desconocido la posibilidad de los cambios normativos con incidencia en las normas anteriores.

    Pues bien, como dichos argumentos exceden el ámbito estrictamente jurídico, nos vemos abocados a abordarlos desde esa misma perspectiva.

    De ser ciertos los argumentos depuestos por la Sala Tercera al respecto, el redactor de estas notas entiende perfectamente los motivos por los cuales este país está avocado a no superar la actual crisis económica que nos estrangula. Si desde el más Alto Tribunal de la Nación se da encaje al hecho de que ante una situación económica tan complicada, el propio Estado admita que las condiciones pactadas con los inversores (a los que él mismo atrajo) sean cambiadas en perjuicio de aquéllos, no existe duda que el problema económico del país no tiene solución.

    No cabe entender que por el interés general se permitan este tipo de situaciones claramente ablatorias de derechos, pues el argumento es justamente el contrario. Por el propio interés general, bajo ningún concepto se podría aceptar un Estado incumplidor, y menos, que sea auspiciado por nuestros Tribunales, pues la consecuencia directa de semejante temeridad es la desconfianza infranqueable de cualquier sector productivo que pretenda desarrollar su actuación en el Estado español.

    A mayor abundamiento, no podemos dejar de recordar la paradoja que nos produce que la sentencia hoy comentada recuerde que fue el Estado quien legisló diferentes medidas para garantizar las inversiones en el sector renovable en general, y fotovoltaico, en particular, y que en tan solo tres años, fue el mismo que lo dilapidó. Si eso no es una flagrante vulneración del principio de confianza legítima, quizás es que muchos hemos confundido la profesión y la vecindad.

    En cualquier caso, y volviendo al prisma jurídico, nos gustaría recordar diferentes sentencias del propio Tribunal Supremo, donde se establece que la producción por la Administración de «signos» y «actos externos propios», como la publicación de «criterios» lo suficientemente concluyentes para originar la confianza del ciudadano en la legalidad de la actuación administrativa, supone que dicha confianza no puede ser defraudada sin más. En este sentido, ante el eventual conflicto entre seguridad jurídica y legalidad de la actuación administrativa, ha estimado el Supremo, en muchas ocasiones, que la primacía se le dará a la seguridad jurídica, basándose en el principio de confianza «cuando la actuación de la Administración y la apariencia de legalidad de su actuación han movido la voluntad del administrado a realizar determinados actos e inversiones de medios personales y económicos que después no concuerdan con las verdaderas consecuencias de los actos que finalmente produce la Administración, máxime cuando esa apariencia de legalidad indujo a confusión al interesado, causándole unos daños que no tiene por qué soportar jurídicamente». Doctrina serena acoge estos mismos criterios.

    Por tanto, la alegación de que «un operador diligente» debiera de haber previsto el riesgo regulatorio, amén de ser una afirmación que pone en cuestión «el riesgo país» de nuestro Estado, consideramos que en modo alguno se apoya en criterios objetivables que puedan ser tenidos en consideración. Y decimos esto porque es irracional el entender (como interpreta la sentencia), que como se sobrepasó la expectativa de instalaciones fotovoltaicas que preveía el PANER 2005-2010, todos aquellos que se acogieron a la normativa de fomento de esta tecnología tendrían que haber imaginado que lo que estaban acordando con el Estado no se iba a cumplir.

    Para concluir con este argumento y, por ser traídos a la sentencia, es menester poner blanco sobre negro que es absolutamente hilarante que se reseñe en contra de los recurrentes que la normativa eliminaba el «riesgo empresarial» de los inversores fotovoltaicos, cuando es un hecho empírico que un porcentaje elevadísimo de los mismos ya han dado fallido en sus inversiones (perdiendo todo lo que tenían) por culpa de la inconcebible actuación del Estado —ahora amparada por los Tribunales— .

 

3.º De especial interés consideramos que es la afirmación que se realiza en la sentencia que refiere: «La seguridad jurídica no resulta incompatible con los cambios normativos desde la perspectiva de la validez de estos últimos, único factor sobre el que nos corresponde decidir en Derecho».

    Y decimos que es de especial interés por que incluso complementa esta cuestión netamente jurídica con otra mucho más sorprendente que establece que el Gobierno (...) puede posteriormente, ante las nuevas circunstancias, establecer ajustes o correcciones de modo que la asunción pública de los costes atempere hasta niveles que, respetando unos mínimos de rentabilidad para las inversiones ya hechas, moderen las retribuciones finales. Es en este punto donde parece que el Tribunal se agarra al subjetivo concepto de la rentabilidad razonable de la Ley 54/1997, del Sector Eléctrico. La única pregunta que nos vemos obligados a realizar aquí es qué rentabilidad razonable tienen los cientos de pequeños productores fotovoltaicos que en estos momentos tienen embargados todos sus bienes por no haber podido pagar las cuotas del ejercicio 2011 de los créditos que tuvieron que asumir para iniciar los proyectos que auspiciaba el Gobierno de España. No tachen al escribiente de oportunista, si no de mero redactor de una evidencia. De poco sirve que la rentabilidad de la inversión a largo plazo sea óptima, si el estrangulamiento del corto plazo dilapida la propia inversión.

    Por último, habremos de poner de manifiesto que no es cierto en modo alguno que la conducta aquí enjuiciada sea repetida entre en resto de los países de la Unión Europea. Es más, habremos de poner en consideración la extraordinaria muestra de defensa de los intereses de sus ciudadanos que ha dado el Tribunal Supremo del Reino Unido en fallo de 21 de diciembre de 2011 en contra de una actuación semejante a la aquí reseñada. O la propia contestación del responsable de la Comisión Europea, reprochando a España la carencia de estabilidad normativa en el sector fotovoltaico.
   

4.º Mención especial entendemos que merece la reflexión que la Sala realiza sobre la seguridad jurídica cuando dice hacer suyo el criterio del Consejo de Estado al respecto del RD 1565/2010 cuando señalaba que no se entendería una interpretación especialmente rígida de tal principio o de una comprensión muy expansiva de la irretroactividad que pudiera llevar a situaciones injustificables.

    Pues si bien es verdad esta aseveración, no es menos cierto que, a sensu contrario, una interpretación excesivamente laxa de aquéllos permitirá al legislador una manga ancha tan exacerbada que dilapidará sin contemplaciones cualquier viso de seguridad y permanencia de nuestro sistema jurídico, y más bajo el amparo de una situación de crisis extraordinaria que parece facultar al regulador a que, en beneficio del supuesto interés general, supere con creces la raya de lo jurídico y razonablemente deseable. El Dictamen del Consejo de Estado que acabo de referir también señala: «La estabilidad y la predictibilidad de los incentivos económicos (tarifas y primas) es un criterio básico de la regulación del régimen especial que debe ser preservado». Desde el prisma del Derecho, casi todo es interpretable. Pero si la laxitud con que se aplican estos principios ha de suponer que un porcentaje desgraciadamente pronunciado de inversores tengan que perder el total de sus inversiones, entiendo que algo está fallando.
   

5.º Por lo que respecta a la interpretación que da la Sala Tercera sobre la no vulneración de la Directiva 2009/28/CE, del Parlamento Europeo, así como de la Infracción del Tratado y del Protocolo de la Carta Europea de la Energía, es preciso realizar una serie de consideraciones al respecto de la literalidad del fallo, que entiendo desafortunadas.

    Para empezar, es necesario recordar la recomendación de la Comisión Europea que referíamos en párrafos anteriores: «La estabilidad es un factor fundamental para un sistema eficaz e impulsor de la inversión. Los regímenes que funcionan de forma interrumpida, que agotan su presupuesto o que cambian la dirección de sus políticas y disposiciones, hacen un flaco servicio al progreso de la electricidad renovable. Esta declaración se ajusta a la política general de la Unión Europea de intentar sentar condiciones de inversión estables y previsibles para la energía procedente de fuentes renovables, que es el principal objetivo de la Directiva 2009/28/CE».

    A partir de esta contundente afirmación, y parafraseando al propio Tribunal Supremo, la interpretación de la norma impugnada habrá de ser tenida en cuenta en el «juego conjunto» de normas aplicables al presente caso. Pues bien, desde el funesto 27 de septiembre de 2008 hasta la fecha actual, el RD 661/2007 ha sido modificado en siete ocasiones, siendo las de más impacto el RD 1565/2010 y el RDL 14/2010. Desde entonces, se ha judicializado de forma inimaginable un sector al que los compromisos internacionales del país le obligaban a convertir en sereno; el propio Consejo de Estado, en diferentes resoluciones recuerda la necesidad de una estabilidad normativa que a todas luces no se está produciendo y ha llevado al Estado español al sonrojante honor de ser demandado por no respetar la seguridad jurídica en su propio territorio, como ha ocurrido ya con Letonia, Georgia, Mongolia, Kazajistán o Eslovenia (y si bien es cierto como se desprende del fallo aquí comentado, que dicha eventualidad no habrá de tener efectos directos sobre los nacionales, escaso favor se le estaría haciendo a la credibilidad de la Nación, que únicamente pudiesen ser los extranjeros los amparados por la Carta de la Energía suscrita por nuestro país).

    En resumen, cuando la Sala Tercera pone de manifiesto que la actuación de España con respecto a sus obligaciones internacionales sobre el particular se circunscribe a que habrá de fomentar y crear condiciones estables, favorables y transparentes, y que esto solo será ante medidas exorbitantes o discriminatorias, que habrán de ser tenidas en cuenta sobre el marco regulatorio en su conjunto, no podemos menos que preguntarnos, ¿dónde ha visto la Sala que dicho marco regulatorio «en su conjunto» (del que forma parte el RD 1565/2010) cumpla los requisitos de estabilidad, previsibilidad y transparencia?
   

6.º Tampoco podemos dejar pasar la que entendemos como afirmación demasiado aventurada que el límite temporal de treinta años se encontraba implícito en la norma de origen (RD 661/2007). Desde luego, desde el punto de vista jurídico, entendemos que no tiene cabida esa interpretación, pues nada al respecto decía aquella norma, y desde el punto de vista técnico, son múltiples los informes que acreditan la vida útil de una instalación fotovoltaica por encima de los treinta años.

    Apoyar la presunción de que la vida útil de una instalación ronda los veinticinco años sobre el argumento de que ése es el plazo que habitualmente garantizan los fabricantes de módulos fotovoltaicos es tanto como decir que la vida útil de un vehículo no se presume superior al periodo de garantía que otorga el fabricante que te lo ha vendido.
   

7.º Ya terminando las presentes notas, no quiero olvidarme de la reflexión que hace la Sala juzgadora sobre la inexistencia de arbitrariedad por entender que no se discrimina a los inversores fotovoltaicos en relación con el resto de los sectores de producción energética renovable.

    Prueba evidente de lo contrario es que es el propio Consejo de Estado quien señala que el impacto de las medidas tomadas para la energía termosolar y eólica son muy limitados y el de la fotovoltaica ronda el 35% en los primeros años. Pero, en cualquier caso, es ineludible que el Tribunal Supremo debiera de haber tenido en cuenta una evidente realidad: la discriminación no se encuentra circunscrita a la limitación horaria aplicada a todas las tecnologías, sino a la incidencia que los recortes temporales produce en los inversores fotovoltaicos en los ejercicios 2011, 2012 y 2013. Éstos están suponiendo en estos momentos un quebranto inalcanzable para sus planes de subsistencia, circunstancia que, a Dios gracias, no se produce en el resto de los sectores «hermanos mayores». No percibir esta realidad en la sentencia que aquí se comenta, nos avoca al título del presente artículo: «La indefensión de los canijos».

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